Desde hace tiempo me siento afortunada de poder vivir tan cerca al Campín. Mi casa se convirtió en el sitio de reunión de los amigos y familia para ir al estadio, y los días de partido no solo eran la posibilidad de ir a alentar a Millonarios para liberar tensiones, si no eran los días que podíamos encontrarnos en medio de la semana, cansados de las turbulencias de vivir en un ciudad que va tan rápido, o los fines de semana para terminar con una cerveza. Este semestre todo marchaba sobre ruedas con la campaña de abonados de Millonarios y se hacía más habitual el ritual de vernos antes para hablar o aprovechar el encuentro e irnos hacer algo más después.

Ese tipo de comunión de sufrir y celebrar en una misma tribuna, en la que uno puede compartir con los amigos, hace que cualquier relación se llene de un significado especial. Luego, llegó la pandemia con todos sus bemoles y ahí, en medio de un cuadro digno de una película, nos separó hasta hoy un agente invisible; el fútbol paró. Bogotá entró en cuarentena estricta a los pocos días y ahí me quedé yo, con las cervezas en la nevera, los nachos guardados en la alacena y los cigarrillos en su paquete; de pronto tanta alegría se había disipado para darle paso al miedo.

El barrio se silenció y esa peregrinación perfecta que veía en mi ventana de la gente con sus hijos y sus amigos camino al estadio, vestidos de azul, ya era un cuadro que cada vez me parece más extraño, más lejano. La bulla que escuchaba en mi habitación de la gente cantando mientras me preparaba para salir, dio paso a un silencio profundo y pesado.

Cada que camino por Teusaquillo extraño la alegría que traía el fútbol, los vendedores con sus sombreros de gallinas. Hoy pasar por esos lugares es como ver fantasmas, es casi como recorrer los lugares que visitaste con una ex. Ya no los recorro con mi bufanda en el cuello y la camiseta de Millonarios, ahora lo hago con un tapabocas y una máscara, y me hace extrañar más lo que se sentía la brisa dentro del Campín, con ese aire electrizante que solo tiene la previa de un partido de fútbol.  

Algo grande se fue del corazón de Teusaquillo y quedó detenido en el tiempo. Mientras caminaba por allí un día de estos, vi que enredado en una de esas baldosas levantadas, habían papelitos de periódico, como un recordatorio de una vida mejor, de que el Campín espera lo que sea, ahí dormido, quieto, suspendido, aguardando tiempos mejores; tiempos donde sea posible el encuentro. Me recordó lo que más me gustaba del Campín: encontrarme con mis amigos, mi familia y el equipo de toda mi vida, ese equipo que me ha acompañado siempre, pegado al pecho, ahí sentía que me encontraba con mi Bogotá y, aunque es cada vez más difuso, es solo cuestión de tiempo para volver.

Esto significa estar tan cerca y tan lejos, tener que ver este barrio que tantas alegrías me trajo por medio de una máscara, con miedo de acercarme demasiado. El virus nos robó muchas cosas, pero no pudo robarnos la esperanza de que tanto silencio va a terminar, depende de cada uno, de lo mucho que se cuiden y, con eso en mente, que cada día es un día menos sin encuentros, sin la vida como la conocíamos. El Campín va a seguir ahí aguardando, con la esperanza que estemos todos, el día que volvamos a sentir la brisa bogotana mientras cae la noche en «el Coloso».

Valentina Cadosch

@Cadosch12