Otra vez. Otra vez la historia se escribió con la misma tinta azul, en la misma página gastada de un libro que Santa Fe se niega a cerrar. Millonarios volvió a ganar el clásico de la primera fecha de los cuadrangulares, como quien firma un documento habitual, como quien repite un rito sagrado. Y no es coincidencia, ni estadística caprichosa: es herencia, es paternidad, es esa sensación incómoda que tienen los ellos  de que nacieron condenados. No hay equipo en Colombia que haya sido tan repetidamente derrotado por su rival de patio como Santa Fe por Millonarios. La paternidad no es un invento retórico: es una verdad histórica sostenida con títulos, con partidos, con goles, con silencios incómodos. Millonarios no solo ha ganado más clásicos; ha ganado los que importan. Las finales, los mano a mano, los que definen. A Santa Fe no solo se le gana: se le recuerda que el lugar que ocupa , el de antagonista sin libreto. Y este clásico, el del arranque de los cuadrangulares, fue un recordatorio mordaz de que las jerarquías existen, y que en Bogotá hay un solo papá. Millonarios no necesitó de heroicidades ni de milagros. Con orden, cabeza fría y el peso de su camiseta, le bastó para ganar. Y así, sin estridencias, sin sobreactuaciones, el equipo azul volvió a imponer su ley: aquí manda el que tiene historia, y el que tiene historia no ruega, no llora, no inventa excusas. Gana. Y eso fue lo que hizo.

 

El partido fue un ejemplo de corrección táctica. Una exhibición de cómo se puede ganar con claridad sin necesidad de escándalos, sin necesidad de diez llegadas claras. Porque este Millonarios no necesita gritar su supremacía: la susurra. Desde el primer minuto —o más bien desde el segundo 10— el juego fue condicionado por un árbitro que pareció leer otro reglamento, uno donde la rigurosidad era selectiva y la justicia tenía camiseta. Es difícil jugar así. Y sin embargo, Millonarios se impuso. Se impuso desde la seguridad de Álvaro Montero, ese arquero al que le buscan errores con lupa pero que aparece con guantes de oro  cuando la noche lo exige. Se impuso desde la zaga que no regala nada, desde la mitad de cancha que ya no corre detrás del balón, sino que lo espera en el lugar exacto, con la paciencia de quien sabe que el rival se va a equivocar. Y se impuso, sobre todo, desde el orden mental: jugar contra Santa Fe es un partido de fútbol, sí, pero también es una batalla emocional. Hay que soportar la pierna fuerte, el árbitro que duda, y aún así mantener la cabeza en alto. Porque así somos los hinchas de Millonarios: sabemos que jugamos juntos contra todos. Y nos gusta. Nos motiva. Nos da sentido.

 

El gol de Falcao  fue una pintura. Pero no sólo por su ejecución —sutil, perfecta, de goleador histórico— sino por todo lo que significó. Lo hizo Falcao, el ídolo de un país, que ahora juega para su gente, para su escudo, para la tribuna que lo soñó desde que era niño. Ese gol fue el resumen perfecto de una historia que parecía imposible: el mejor delantero de Colombia marcando en un clásico con la camiseta de Millonarios, en un cuadrangular, en la primera fecha. Era demasiado bueno para ser verdad, y sin embargo ocurrió. Porque hay veces que el fútbol se vuelve justo, y permite que quienes lo han dado todo por amor, tengan su recompensa. El festejo fue conmovedor: Falcao corriendo hacia los Comandos Azules, con el corazón expuesto y la sonrisa de quien acaba de tocar el cielo. Y ellos, los de siempre, los que van donde nadie más va, los que alientan cuando todo está perdido, le respondieron con una ovación que cruzó la ciudad. Santa Fe enmudeció. Sus hinchas, resignados, observaban una escena que parecía inevitable: el clásico se iba otra vez del lado del padre , y esta vez con un protagonista que hace diez años hubiera parecido un cuento de ciencia ficción. Falcao, con esa camiseta que tanto soñó, regalando el triunfo, regalando el liderato, regalando esperanza. Porque hay goles que suman tres puntos, y hay goles que marcan un camino. Este fue de los segundos.

 

Y ahora, el jueves, viene lo verdaderamente importante. Porque los cuadrangulares no perdonan la distracción, y este primer golpe solo servirá si se convierte en costumbre. El Campín debe ser un infierno azul, una caldera de aliento, un templo sagrado donde el visitante no pueda respirar sin sentir que está siendo juzgado por la gente . Es el momento de la hinchada. De responder como siempre  con presencia, con voz, con esperanza. Porque este equipo, que ya demostró carácter. Necesita saber que los pasos que da hacia la estrella 17 tienen un coro detrás. El jueves no se va al estadio: se peregrina. Se acompaña como se acompaña a la familia en los momentos clave, como se acompaña a un amigo que está por lograr algo inmenso. Y si algo ha demostrado esta hinchada, es que sabe estar. Estuvo en todos lados , estuvo en cada lugar donde hubo que gritar más fuerte que la injusticia. Ahora tiene que estar en casa. Porque Millonarios ya dio el primer paso: venció al rival de visitante , lidera el grupo, y tiene a Falcao encendido. Pero esto apenas comienza. Lo que viene es duro, lleno de trampas, de arbitrajes hostiles . Y ahí es cuando se necesita que el equipo sea una muralla, una sinfonía de solidaridad, una catedral en movimiento. La estrella 17 no se gana con suerte: se construye. Partido a partido. Jugada a jugada. Aliento a aliento. Y el jueves, esa construcción necesita sus obreros: 35 mil almas vestidas de azul, cantando como si fuera el último día del mundo.

 

#MillonariosEsSuHinchada.