Son las extrañas cosas del destino, cuando los opuestos se buscan y crean estas atmósferas tan especiales. Parece que la tesis del eterno retorno que planteaba Nietzche, donde unos acontecimientos se repetirán eternamente, tiene sentido. Por nosotros, los hinchas del ballet azul, encantados. Nos encontramos en instancias finales muy seguido con nuestros rivales de patio, a quién no le gustaría repetir una final con estadio totalmente rojo y un zurdazo de Rojas que nos llevó a la gloria para siempre.

De pronto una premonición de ese día fue aquel 12 de diciembre del 2001, el clásico número 255. Para los que no lo pudieron apreciar, ese día estaba el Campín muy cardenal, como nunca lo había visto en mis dieciocho años de vida en ese instante. Al otro día jugábamos el partido de ida contra Emelec por la copa Merconorte que después ganamos. Estábamos ahí los Comandos Azules, con la lateral norte hasta la mitad, ya eliminados de los octogonales, pero nuestro rival ganando, y si América empataba como lo hizo después, era finalista. Ellos tenían al gran “Mao” Molina y a nuestro verdugo de tantos clásicos, Leider Preciado, en cambio nosotros una nómina mixta. Santa fe ganaba hasta el minuto 89 y estaba a puertas de jugar una final, pero apareció el gran “Guateque” Moreno para entrar a la historia del embajador y amargar la noche del equipo albirrojo. Se podrán imaginar cómo celebramos ese gol nosotros, los pocos Azules que nos llevamos ese premio. Ni la sonrisa de Caniggia al eliminar a Brasil con su gol en el mundial de Italia tiene comparación con nuestra alegría ese día. Ese día creo que alentamos como nunca a nuestro equipo y se vio reflejado en el campo de juego. Hasta el propio Harold Rivera, hoy de rojo, lo vivió con la Azul puesta.

En la historia nos hemos visto tantas veces las caras, pero pocas han sido las que quedan en la memoria de los hinchas. Maldigo esta pandemia que nos ha arrebatado estos instantes tan mágicos que el fútbol nos regala. En estos momentos nos jugamos la clasificación y debemos ganarle sí o sí al equipo cardenal, ese equipo que lo hemos visto en todas las ediciones desde que se creó el fútbol colombiano. Ese mismo que nos humilló en una tarde dolorosa donde Óscar Córdoba no le vio media al “Tren” Valencia. El mismo Santa fe que nos dio una manito para ganar esa estrella trece en el “Metropolitano”, inolvidable la imagen de Franco rezando de rodillas aquel 18 de diciembre de 1988, porque el partido en Bogotá entre cardenales y verdes terminó después. Ese día no había barras populares y la división de hoy en día no existía, algunos Azules fueron al Campín a hacerle fuerza al rojo para que derrotara al equipo del VAR y ver como “la turbina” Tréllez estrelló el balón en el vertical derecho, un palazo que después fue fiesta en toda Bogotá. Antes de que empezaran las rivalidades entre las barras populares de los dos equipos.

Pero esa división del estadio nos trajo solo la violencia que debe ser erradicada del fútbol. También llegaron los duelos en las tribunas llenas de color y aliento. Inolvidables esos clásicos a finales de los noventa, ya que primero fueron los Comandos Azules en 1992 y después la Guardia en 1997, y esa “guerra” de rollos que dejaban las dos laterales parecidas a un cielo lleno de vida, atiborradas de papel blanco, mientras la sal de nitro decoraba el cielo capitalino. Apoyadas en grandes estruendos con tanta pólvora que se metía escondida y las papas explosivas que traían algunos integrantes de cada bando para recibir al equipo. Fue en un clásico cuando se estrenó la “Anaconda”, bandera insignia de los Comandos Azules, el primer tapa tribuna de Colombia.

Tantos recuerdos que nos llenan de nostalgia, de no poder estar allá el domingo viendo a Millos poner un pie en las finales; demasiadas historias que llenarían un libro. Ese olor a extintores mientras se desaparecen las tribunas por unos instantes y se esfuma todo ese dolor por el que estamos pasando con esta pandemia, y en noventa minutos de un clásico olvidamos los trazos amargos que están ocurriendo en la historia de la humanidad.

Julio Cesar Vargas López