Soy un enemigo de la rigurosidad. Tal vez por el mismo proceso de formación y aprendizaje que he tenido a lo largo de mi vida. Sumar, restar, sujeto, verbo, predicado. Todo en orden, sin derecho a cambiar, sin derecho a experimentar, sin derecho a alterar. ¿Para qué aprender tanto orden si no puedo hacer desorden? Pasaban los años y por fuerza de la misma resignación y de la “formación”, decidí aprender lo básico para que me dejaran en paz. Finalmente, los momentos a solas eran los instantes de ser yo mismo sin el temor a ser calificado, rezagado o mal entendido por la tiranía de un profesor.

¿A razón de qué tenían ese poder? ¿Por qué queremos más a unos que a otros? Queridos profesores, como los quiero, los odio. Después, les otorgamos ese gran poder de hacernos odiar u amar algo, alguien o una ciencia. Queridos profesores, ustedes son tan esenciales como desechables. Pero, volvamos a lo central. Paradójicamente, estudiaba en un colegio que buscaba “formar” profesores para el futuro. Querían que fuéramos la base de un sistema “integral”. Pero, ¿qué es un sistema “integral”? Un sinónimo de saludable, tan desgastado que lo hace amargo.

Bajo esa formación de “profesor del futuro”, ese conductismo (estímulo y respuesta) al cual éramos condenados era sumamente fuerte, riguroso y sin derecho a la diferencia o diversidad. Recuerdo que no éramos nombres, éramos códigos, no éramos capaces de decidir, éramos juzgados bajo la opinión de desconocidos y las monjas “sabían” qué era lo malo y qué lo bueno.

Aseo. Recuerdo que juntaban tres códigos y al final de semana debíamos hacer aseo.  Barrer, juntar las sillas, enjuagar, trapear, encerar. Madre Orlinda, qué daño me hizo. Y sí, porque usted no sabe lo que odio la suciedad. No pueden pasar tres días sin que yo no limpie el polvo, lave el baño, la cocina y limpie las pantallas que me rodean. Y no hablemos de tender o “hacer” la cama, como usted lo decía, o dice, porque no creo que usted haya fallecido. No puedo salir de mi casa sin que la cama esté tendida. Así vaya tarde, así vaya temprano, así el frío me carcoma, así el calor me amañe. La cama se hace sin pretextos y sin dudar. Es mi ritual y como tal se debe respetar.

Aún está en mi mente ese día por una sencilla razón; la cama no la tendí. No sé por qué, no recuerdo cuál fue el afán, pero el hecho de ver las cobijas tiradas en el piso ya me alteraba todo; si las cobijas estaban en el suelo, no podría abrir las cortinas; si no abría las cortinas, la luz no entraba; y si la luz no entraba, no me sentía renovado. Y si no estaba renovado, sabía que las cosas no iban a funcionar.

La primera clase era de matemáticas. El ritual de la profesora María Angélica era el mismo. Abrazada a sus libros como si fueran la vida misma, caminaba alrededor del salón entre nosotros como queriendo repartir el miedo en justas proporciones. Aún retumba ese grito cuando debía pasar al tablero a resolver algo que llaman fraccionarios. Claramente, no pude. Estuve bloqueado y su reacción fue alentarme con lo que era inminente: recuperar matemáticas. Se le notaba que ella no quería y yo tampoco, pero era inevitable.

No recuerdo las otras clases porque simplemente me desconecté de la realidad. Como un robot autómata solo asentía y fingía aprender. Tenía las matemáticas de María Angélica atravesadas entre pecho y espalda.

Llego el “descanso”. ¿De qué descansábamos? ¿Acaso nuestro cerebro se prende y se apaga como un interruptor? Salí corriendo como alguien que anhelaba la libertad. Un baño mojado y sin avisos terminó de complicar las cosas. Me resbalé y contra el suelo fueron a dar mis pocos conocimientos matemáticos. Dos dientes desportillados y una ceja rota. Carajo.

El centro médico era un tormento. Sólo veía agujas, mis peores enemigas. Recibí inyecciones, punzadas y puntadas. Solo quería volver a mi cama, no era aún mediodía y ya le tenía miedo al final de la jornada. Llegué a casa con la derrota; con los pocos mensajes de aliento me senté a almorzar. Un pescado sudado me miraba con sorna. Él sabe que lo odio, pero no puedo decirlo. De seguro va a disfrutar el viaje por mi sistema digestivo atormentado mis papilas gustativas. Solo quería mi cama. Cuando la vi, no era mi cama. Las cobijas en el piso y las cortinas cerradas me recordaban que NUNCA en la vida debo salir sin tender la cama, entrar por sur y parquear en norte. Eso nos cuesta eliminaciones.

Gustavo Caraballo

@padrinogacm