Recuerdo bien la primera vez que fui al estadio. Voy llegando al Campin y de repente estallan bombos imponentes que se adornan de música de trompetas y tambores veloces que luego supe se llaman redoblantes. Mi mundo, entonces, se reduce a ese concierto desconocido, callejero, emocionante. A mis seis años tengo ganas de llorar, tal vez por primera vez de la alegría. Hoy juega Millonarios.

Voy de la mano de mi abuelo mientras cruzamos el puente que me separa del que se convertirá en uno de mis lugares favoritos en la tierra. Veo banderas y caballos gigantes, que están inquietos por esa música que no ponen en la radio. Hay hombres y mujeres que cantan, saltan y no se cansan. Que vuelven a cantar, más duro cuando hay gol en contra. Y así durante todo el partido. Y aunque ese día perdimos, no hubo desilusión. Sí creció mi expectativa y decidí no faltar nunca más. Se comenzaba a forjar el orgullo.

Desde entonces he estado ahí, sentado en mi lugar con familia y amigos viendo a mi equipo ganar, empatar y perder. Protegido hasta el final por esa música carnavalesca que disimula la derrota y que agiganta la victoria. Por ese público que convierte el fútbol en una combinación perfecta de arte y júbilo. Una fiesta que nos diferencia de Europa, del tenis y el teatro.

Eso es el barrismo. El barrismo es la esencia del fútbol latino, es nuestra identidad. Es una forma de ver, entender y sentir el fútbol. Es la fiesta en la tribuna cuando incluso no hay motivos para celebrar. Es parte viva y esencial del espectáculo. Es una forma de expresión popular en un escenario alejado de muchas realidades complejas, donde el fútbol se convierte para miles en un motor de alegría y amistad, de espectáculo sensorial.

Pero el barrismo hace años se volvió barrabravismo y los violentos se encargaron de estigmatizar la fiesta.  Y así no aguanta. Se creyeron dueños del estadio para vender droga, de las calles para delinquir y del club para boicotear cualquier gestión. ¿Qué pasó? Es un problema de orden público que no se ha logrado atender debidamente por las autoridades, por ejemplo, empezando desde el entendimiento del fenómeno y la aplicación de sanciones individuales. Se ha culpado injustamente a Millonarios y su hinchada, dilatando cada vez más una relación entre dirigencia y barras populares, entre otras, por la inoperancia de la Secretaría de Seguridad y la mediocridad de iniciativas como la carnetización, que derivan en sanciones inmediatas como el cerramiento de tribunas enteras. Por supuesto también, ha faltado voluntad de sectores de las barras que parecen rehusarse a ser ejemplo de buen comportamiento y a cooperar para recuperar el espacio, que ponen por encima intereses personales y egolatrías destructivas.

El barrismo no es violencia y no va en contra de la familia. Las tribunas familiares deben estar presentes siempre en el estadio, dejando un lugar para las tribunas populares, espacios únicos para expresar el amor por el fútbol con música, colores y movimiento. Yo fui un niño como muchos que se enamoró para siempre de esa fiesta que le llaman aguante, de esa música que le llaman carnaval y ese amor que entendí incondicional. Todo esto me hizo sentir orgulloso de mi equipo hasta cuando parecía desaparecer. Hoy lo extraño en el incómodo silencio que deja el vacío de esas tribunas laterales.

Ojalá que se encuentre la solución y las barras vuelvan. Que cantemos a una sola voz, que se individualice y castigue al delincuente. Que se erradique la violencia y la intolerancia; que vuelva el visitante. Que las familias desde sus asientos puedan distraerse en la peor parte del partido y mirar a la tribuna popular, recordar para siempre una salida legendaria. Que los niños, muchos niños en el estadio, escuchen esos bombos que parecen bombas y que entiendan que como en la vida, en la peor de las derrotas, también se puede celebrar. Ese día las barras regresarán y el barrismo de verdad, el que anima al jugador y enamora al hincha, volverá para quedarse.

Felipe Maldonado

@fmaldonado10