De todas las narrativas que nos definen a diario, en un país como Colombia, la del fútbol es tal vez de las más viscerales; banal probablemente, pero tan íntima como el cepillo de dientes. Ya sea que guste o disguste, frente al futbol y sus actores, todos tenemos un marco de referencia, unas creencias, prejuicios y sentimientos que nos definen en el «planeta fútbol».

Esa forma de vivir el fútbol, esa realidad que dibujamos con cábalas, cánticos, rivales, celebraciones y despechos, es nuestra normalidad de hincha, particular y subjetiva, y que responde a nuestras necesidades individuales. Tal vez por eso hay «clasiqueros» e hinchas de moda; y muchos son hinchas del equipo de su tierra y otros del equipo de su padre, cientos tienen dos y tres equipos, y otros miles son fanáticos «del que gane».

«Eres la pasión, locura de mi corazón, te sigo a dónde vas y cada vez te quiero más» puede sintetizar una especie de pulsión de vida de la normalidad futbolera, donde los colores, que inspiran nuestros más bellos sentimientos, se hacen acreedores a nuestra energía y amor. Nuestro equipo, aquella idea sobrevalorada (desde lo semiológico) que dirige nuestro actuar de hincha y sustenta nuestra interpretación de la realidad, da forma al discurso de identidad de cada uno de nosotros y da sentido a la manera de relacionarnos. Pero las ideas sobrevaloradas dan cabida a la crítica, a la formulación, nos dejan adaptarnos (así sea a regañadientes); los problemas inician si dejamos que nuestro equipo mute a una idea delirante, sin lugar a la introspección o a la crítica, o dejamos que se vuelva una obsesión, angustiante y parásita.

Delirantes y obsesivos, volvemos al fútbol disfuncional amarrándonos a persecuciones que no están y a compulsiones intrascendentes; alucinando penales donde no los hay y rumiando burlas de cafetín. Megalomaniacos o acomplejados, buscamos reivindicación en la confrontación, validación en el sometimiento: «Cuantas copas tenés vos?», «nunca hicimos amistades», saltan del discurso simbólico al analógico, trastornando la manera de comunicar el fútbol, de interpretar la vida.

El fútbol, como la locura y la vida misma, es una narrativa que responde al trasfondo de cada quien, a sus falencias y aspiraciones, a sus relaciones y consumos; la locura como anormalidad, la define aquel que tiene el poder de la mayoría, y si «los buenos somos más», el fútbol moderno debería verse en los manicomios y no en los estadios.

Rafael E. Benavides G.

@REBEGE